miércoles, 24 de marzo de 2010

La riqueza


Una habitación en el barrio de Belgrano, una habitación de departamento. Eramos no sé cuántos chicos, nenes de 2, 3 ó 4 años. Era mi cumpleaños, eran mis amigos o los nenes de esa edad que mis padres determinaron que serían mis amigos. Era mi habitación y de golpe la magia se hizo presente. Un hombre vestido con un traje negro y galera sacó una copa de metal con tapa y nos la mostró: estaba vacía. Luego puso la tapa para cerrarla. Dijo algunas palabras que no recuerdo, me pidió que soplara sobre la copa, y para misterio de todos la destapó descubriendo su contenido: estaba llena de caramelos masticables.
La ruptura de la lógica. En ese instante se quebró en mí el pensamiento lineal que pude tener a los 2, 3 o 4 años. Eran caramelos mágicos. En esa misma copa que segundos antes estaba vacía, ahora había un número (seguramente también mágico) de caramelos masticables. Todos estábamos en silencio, boquiabiertos, algunos exclamaban la sorpresa con una sonora inspiración de aire. El mago, en un movimiento elegante, tomó un puñado de esos caramelos y lo arrojó por el aire sobre nosotros, chicos sentados sobre el piso de madera de mi habitación una tarde de mayo en un piso 11 de la calle Conesa, en Belgrano, Buenos Aires.
Han pasado años, décadas, ya no soy ese niño pero sigo siéndolo cuando recuerdo ese momento. Ahora voy a ser padre. Hace años que dejé de vivir en ese piso 11 que fue mágico por una tarde, más mágico que lo que era habitualmente.
¿Qué habrá sido de ese mago, de ese señor que por un instante me convenció de que lo imposible era posible, de que la abundancia estaba a un soplido y unas palabras secretas de distancia?

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