Sólo siendo grande pude ser conciente de lo hermoso que es el momento en el cine en que se apagan las luces gradualmente. Todo lo que eran caras, ropas y palabras desaparece hasta que quedamos todos en una misma nube de oscuridad, en una invitación a la atención. Las luces que bajan son como el silencio que se hace cuando el viejo al frente de la tribu va a relatar una historia. Todos estamos ahí mirando en la misma dirección, se nos va a contar un cuento.
Cuando las luces bajan hasta dejar la sala a oscuras, el mundo queda atrás, afuera, el mundo pasa a ser eso que sucede en ese rectángulo apaisado que hasta hace un rato estaba en blanco. Veremos la vida representada o imaginada en ese plano. Veremos la proyección del sueño y el trabajo de alguien, a 24 cuadros por segundo. El cine sigue siendo algo que nos convoca, una de las cosas que compartimos con gente que no conocemos, que son durante ese momento compañeros de experiencia. Porque el cine es una experiencia que se vive colectivamente: la suma de todas las expectativas, deseos, imaginaciones de cada uno de los que están en la sala generan una atmósfera especial, distinta en cada función. No es la misma si uno va a ver una película de terror, una comedia, una comedia romántica, un documental, una película de acción. Por eso es tan raro entrar a una sala a ver una película empezada: uno no es parte de ese caldo de emociones que empezaron a cocinar otros.
Ir al cine sigue siendo un ritual de tribu, de gente que comparte un momento con sus iguales.
Ver una película solo (o acompañado) en casa nunca podrá igualar una proyección en un sala llena. El cine sigue siendo, y espero lo sea por mucho tiempo más, un viaje único de los sentidos, una invitación a vivir cosas nuevas, a emocionarse, a escuchar una historia.
lunes, 12 de abril de 2010
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